Llevo rato siguiendo atentamente los desarrollos entorno al movimiento estudiantil en Chile desde los Estados Unidos. Dado que aquí el gobierno de Obama – conforme a la política propugnada por el gobierno de Bush II – está haciendo lo imposible por crear los problemas que el movimiento estudiantil chileno está tratando de solucionar (sin topar con ninguna resistencia popular digna de tal designación), cabe decir que he quedado admirada ante el actitud resuelta y combativa de los estudiantes chilenos y los que se han sumado a su lucha.
Al fin de cuentas, la lucha que hoy tiene lugar en Chile es la lucha de todos los que nos oponemos al modelo capitalista neoliberal y luchamos por ver el día en que se abran las grandes alamedas; lo que debilite ese modelo en un lugar, lo debilita en todos lugares. La victoria de un pueblo se convierte en la fuente de energía de otro. Ya que debido a la distancia la voz de mi cacerola no llegaría a los oídos de la terra chilensis, quisiera prestar apoyo al movimiento con las siguientes ideas respecto del planteamiento de modificar la Constitución, hecho por el movimiento en las Bases para un acuerdo social por la educación chilena.
En lo esencial, la idea que iré desarrollando puede reducirse a lo siguiente: Lo que está escrito en las constituciones, las leyes y los decretos no es tan importante como lo que está sucediendo en las calles, los campos, las fábricas y las oficinas. Las disposiciones legales – por claritas que sean – pueden ignorarse, pero las relaciones del poder reales siempre se atenderán. Aunque haya la constitución más hermosa, más justa, más protectora de los derechos humanos del mundo, no será más que papel con tinta si los poderosos estiman que el cumplir con las disposiciones de tal constitución vulneraría sus intereses. Lo único que puede salvar tal documento de una muerte silenciosa en la irrelevancia es una fiscalización permanente y directa por las fuerzas populares. Los jueces para eso no sirven; el cúmplase lo ha de dictar el pueblo mismo. Cuando la Constitución tutela los intereses de los poderosos, no hace falta ninguna precisión excesiva. ¿Acaso la Constitución dice que las fuerzas represivas deben ser “de calidad”? Las disposiciones acerca de ellas están aun menos concretizadas que lo del derecho a la educación: Se dispone cómo se llaman, qué estructura han de tener y basta. Sin embargo, se ve a diario que sirven, y a quiénes.
День Конституции напомнил мне
усопшей бабушки портрет.
Портрет висит в парадной комнате,
а бабушки давно уж нет.
El Día de la Constitución me recordó
el retrato de mi abuela que falleció.
El retrato se ve en el salón
¿y la abuela? hace rato que murió.
– Igor Guberman, Давно пора, ебена мать, умом Россию понимать! (¡Es hora de entender la Rusia con los sesos, conchetumare!)
La Constitución de la República Federal de Alemania dispone que la República ha de ser un “estado social” (Sozialstaat). Lo que eso ha de significar, no se precisa en la carta fundamental, pero la jurisprudencia constante del Tribunal Constitucional Federal sí lo precisa bien claramente. Según la jurisprudencia, esta disposición significa que el estado tiene que garantizarle a todo ciudadano un “mínimo existencial” (Existenzminimum) para una vida digna, lo que significa la capacidad real de gozar plenamente de la vida social, política, económica y cultural del país. Palabras hermosas, sin duda, pero ¿qué tal la realidad?
Durante mucho tiempo había un sistema social bastante bueno en Alemania, que garantizaba una vida más o menos digna para los cesantes y demás menesterosos (lo que no cambia el que también había mucha injusticia en la práctica institucional). En esa época también había un movimiento sindical bastante fuerte. Entonces llegó la época de la globalización capitalista, y ¿qué pasó? Ese sistema social se iba disminuyendo en la medida que iba aumentando la cantidad de personas que lo necesitaban. La asistencia social para las masas cesantes y de los que tienen pega, pero trabajan por un sueldo que ni siquiera alcanza para lo más básico, se llama “Hartz IV”, inspirado en el apellido del empresario corrupto, director de la Volkswagen AG, que encabezó la comisión que la inventó. En efecto, se trata de una subvención masiva para las empresas que pagan sueldos ínfimos (y sin sueldo mínimo legal, se hacen cada vez más míseros).
Los sueldos se van bajando, la cesantía se va aumentando y consolidando, y “Hartz IV” para los trabajadores de reserva significa un sinfín de humillaciones pequeñas y grandes. Una conocida mía se encontró recientemente ante el siguiente caso típico: Un funcionario de la “Agencia Laboral” (Bundesagentur für Arbeit), órgano que se ocupa de disciplinar a los cesantes y precesantes le dijo: “Tiene usted que despedirse de la idea de ganar plata”, pero no de la de trabajar en el puesto que les encuentre la Agencia. O sea, se trata de una esclavitud ni siquiera encubierta.
El año pasado, el TC emplazó al gobierno alemán por vulnerar el derecho a la dignidad humana y al mínimo existencial, teniendo por inconstitucional la manera arbitraria del gobierno de calcular el monto de la asistencia social, y ordenó que se revisara la forma de calcularla. El gobierno reaccionó aumentando la asistencia social en 5 euros mensuales. O sea, cuando de los derechos constitucionales fundamentales de los trabajadores se trate, el TC puede meterse la Constitución por la raja. Total, no hay quien oponga resistencia real a este sistema tan rentable para los que tienen el poder.
La Primera Enmienda a la Constitución de los EEUU probablemente sea una de las disposiciones constitucionales más famosas en el mundo. En todo caso, cada alumno estadounidense oye ad nauseam que se trata de la enmienda que dispone (entre otras cosas) que “El Congreso no promulgará ninguna ley que vulnere la libertad de la palabra.” Según la versión que se propaga en los discursos interminables de las Fiestas Patrias y las clases de Educación Ciudadana, los Padres Fundadores (siempre en mayúsculas, que aquí se les enseña a los estudiantes a venerarlos en una medida que le daría risa hasta a Kim Il-Sung) decretaron la libertad de expresión, y y’está: Todo ciudadano está libre de expresarse como mejor prefiera – desde siempre.
¿Y la realidad? Terrible de diferente. Pocos años después de la promulgación de la famosa 1ª Enmienda, el Congreso promulgó La ley “de la extranjería y la sedición”, que impuso penas de cárcel al que criticase al gobierno. Aun después de la derogación – pocos años después de promulgada – de esa ley, sobre todo los Estados seguían criminalizando las críticas al poder bajo el rubro de la “calumnia sediciosa”. En la época de la Primera Guerra Mundial, se promulgó la Ley Antiespionaje, con penas privativas de libertad espantosas para quienes atentaran – aunque fuese con la palabra – contra los esfuerzos bélicos. La Corte Suprema de los EEUU desestimó los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra la medida, teniendo por legítimas las condenas a 10 años ó más de prisión para activistas que habían pronunciado discursos o publicado artículos en contra de la guerra. Aun tras la amnistía decretada después de la guerra, Eugene V. Debs, dirigente del PS y candidato a la presidencia de los EEUU, debió permanecer encerrado durante 10 años por haber criticado la guerra en un discurso durante su campaña electoral.
Las cosas seguían ese mismo rumbo durante las décadas siguientes, hasta llegar el fin de los 60. Entonces, los estadounidenses, sobre todo los jóvenes, se enteraron de que su país estaba masacrando a millones de indochinos indefensos, y empezaron a organizarse para oponer resistencia a ese crimen. Mientras tanto, el movimiento de los derechos civiles para la población afroamericana se iba fortaleciendo y radicalizando. La movilización popular llegó al extremo de que el Estado Mayor de las FF.AA. se mostró preocupado ante la propuesta del gobierno de mandar a otros 150 mil soldados a Vietnam porque de hacerlo así, les faltaría las fuerzas necesarias para aplastar la rebelión popular que según ellos sería la consecuencia de tal decisión.
Mientras tanto, como sería de esperarse, llegaban varios casos a la Corte Suprema que plantaban problemáticas de la libertad de expresión. Lo nuevo era que la Corte iba ampliando el concepto constitucional de la libertad de expresión en vez de imponer restricciones. La doctrina de la calumnia sediciosa se enterró, y poco después también fue sepultada la de la “tendencia nociva”, doctrina que permitía la criminalización de la expresión verbal si parecía capaz de tener consecuencias nocivas para el orden público. Al llegar la década de los 70 – en la cual la movilización popular también iba ampliándose – la libertad de expresión constitucional se había ampliado hasta el punto de prohibir la criminalización de cualquier expresión que no incitara la violencia de forma inmediata, un ámbito de protección negativo que busca su par tanto en el mundo del Derecho Común como el del Ius Civile.
La Constitución seguía siendo la misma, pero el ámbito de su protección creció de un golpe una vez cambiadas las relaciones del poder.
En el caso chileno la relación que existe entre el poder real y los principios jurídicos se hace aun más clara. Si hace rato se hablaba de derogar o modificar la “Ley Antiterrorista”, hoy día se plantea modificar la Constitución. Pero ¿de qué constitución hablan? Si aplicamos los principios jurídicos más básicos del mundo, el documento que todos denominan “Constitución” no lo es para nada. Hace casi un año, en un texto sobre la “Ley Antiterrorista”, escribí:
El Estado de Derecho está en todas bocas, sobre todo las de las personas que más atentan contra ello. Para estos últimos, el Estado de Derecho no parece ser más que una fuente de atribuciones y una justificación para la represión. En tales circunstancias no es de sorprenderse que se pierda de la vista un principio jurídico tan básico y obvio que ni siquiera hay que enunciarlo explícitamente: Una ley sólo es ley si se tramita por los cauces establecidos y emana de la autoridad correspondiente.
Y en eso mismo consiste el vicio original de la “Constitución” de 1980. Fue promulgada mediante un plebiscito, eso sí. Pero ese plebiscito ¿quién lo convocó? Lo convocaron el general que encabezó un sublevamiento armado en contra del gobierno legítimamente constituido de Salvador Allende, y la votación se llevó a cabo en condiciones de represión extrema. O sea, si se aceptan los principales más fundamentales del estado de derecho, esa “Constitución” sólo sirve para envolver el bacalao.
Es de entenderse, eso sí, que ese principio fundamental se ignoró de forma permanente durante la dictadura militar. Los jueces, aunque estuvieran dispuestos a cuestionar la validez de los actos legislativos y ejecutivos de esa pandilla de milicos sediciosos, sabían muy bien qué destino los esperaba si presentaran un obstáculo real para el poder militar. Pero hace unos veinte años – según escuchamos a diario – tuvo lugar el famoso “retorno a la democracia”. Pinochet, a quien la CIA le había aclarado que quedaría sin amparo si tratara de prolongar su “mandato” más allá del plebiscito, se retiró de La Moneda.
En ese mismo momento, según la doctrina oficial, se iba restaurando la institucionalidad democrática y el estado de derecho. Y ¿qué le pasó a Pinochet? Según el estado de derecho, el oficial que se sublevare en contra del gobierno constitucional es traidor. El que a tal fin hace secuestrar, torturar y asesinar a miles de personas es reo de homicidio calificado, secuestro y varios otros delitos que le garantizan una vida entera en cana. Pero a Pinochet no le pusieron las esposas, sino que Aylwin le dio la mano.
¿Qué tal la institucionalidad pinochetista, que como ya vimos, no tiene la más pálida legitimación jurídica? A pesar de unas modificaciones y mejoras técnicas, puede decirse – como dijeron los milicos en el septiembre de 1973 – que “las conquistas económicas y sociales que se han alcanzado [esta vez por los milicos y la clase dirigente] hasta la fecha no sufrirán modificaciones en lo fundamental”. En el aniversario del famoso “retorno a la democracia”, una amiga mía en Santiago comentó que “Dicen que ganó el NO, pero seguimos con la Constitución del SÍ, el sistema binomial del SÍ, el Código del Trabajo del SÍ, y la prohibición del aborto terapéutico del SÍ,” todo ello netamente ilegítimo e inválido si aceptamos el principio fundamental del estado de derecho que se mencionó más arriba.
No es que falten juristas en el Chile de hoy, por eso podemos dar por sentado que hay por lo menos personas que conocen esos principios y que se supone que se empeñan profesionalmente para hacerlos valer. Aquí se trata de toda una institucionalidad que existe al margen del estado de derecho por ilegal en la forma y el fondo. Y ni caso se hace. Se habla de modificar la Constitución, derogar o modificar la Ley Antiterrorista, llevar a cabo modificaciones tecnocráticas al edificio pinochetista, pero del que se trata de una institucionalidad insubsanablemente nula y por ende jurídicamente inexistente – ni una palabra.
Tampoco es que estemos hablando de una idea radical. Se trata de una idea más conservadora que la crestita: que el estado tiene el monopolio de la violencia y la coacción, y que las funciones públicas no se deben usurpar. El que esta idea no se respete, ni se mencione, nos dice todo lo que hay que saber acerca de la relación entre el derecho formal y el poder real. Si los poderosos existen y actúan al margen de toda legalidad, mientras no haya fuerza en la sociedad que contrarreste semejante proceder, será la legalidad la que tiene que ceder ante ellos.
De todos estos casos típicos de las relaciones entre la legalidad formal y el poder real se pueden sacar lecciones bien útiles para el actual movimiento estudiantil chileno. Está claro que la legalidad no importa. Lo que está en la constitución lo podrán ignorar los poderosos cuando se les dé la gana. Si quieren imponer cambios institucionales para hacer valer el derecho human fundamental a la educación para todos, no podrán darse satisfechos si al final sale una modificación constitucional – o incluso una nueva constitución – con disposiciones que parecen satisfacer sus reivindicaciones, porque las palabras que estuvieren en el Papelito Magno no cambia el fondo del asunto. Eso sólo lo podrá cambiar una población movilizada y resuelta, dispuesta a hacer valer en la realidad lo que en el papel está escrito, y a imponer – con los cacerolazos, los paros generales, las tomas y cualquiera medida que fuere necesaria – una fiscalización popular directa y permanente, que no se deje acallar por medias concesiones y que se base en el entendimiento básico de que su fuerza no se encuentra en las elecciones ni en los plebiscitos, sino en su capacidad de paralizar la vida económica y política del país en caso de cualquier atropello.